lunes, 17 de julio de 2017

Y no parece importarnos...

 Tras el vaho del vidrio de la ventanilla del colectivo pensaba en todo el tiempo que le robaría a la vida pensando en sus ojos. Sin bronca ni resignación, cerraba los suyos y saboreaba los minutos que pasaría repasando la forma, el color, el tono de la primera mirada. Se spoileaba el corazón en la mente mientras intentaba controlar los gestos y los nervios que crecían a medida que el momento se acercaba. Un sueño tras otro, todos ellos, llenos del vacío irremediable que deja la ansiedad, la trajeron hasta acá hoy, hasta su encuentro, hasta el después que jamás volvería a ser igual que el antes. Ella, que odiaba cualquier situación que excediera su control, se encontraba dominada hace meses por el completo caos de la expectativa. "Qué humedad de mierda", piensa, haciéndose creer que puede acaso pensar en otra cosa.
 Se baja y camina rumbo a la esquina estipulada. Por momentos da saltos y cuenta las baldosas. En la segunda cuadra se da cuenta de que tiene el cigarrillo en la mano pero aún no lo ha prendido. Le tiemblan las rodillas. Tropieza con un nene de la calle que llora para que la madre le compre un alfajor y tiene el impulso de meter la mano en la cartera para regalarle el chocolate Milka pero es para él. Se detiene. Suena el celular. Está demasiado nerviosa como para leer. Una cuadra antes de llegar, se detiene en una plaza y se sienta en el primer banco que ve. Se acomoda las medias y contempla a dos perros pelear. Agarra el celular. "Estoy llegando" lee. Contesta. "Tengo un problema". Segundos después, él le pregunta qué ocurre. Ella levanta la vista al cielo, vuelve a mirar a los perros y escribe. "Mi problema es que no traje la máscara". Él deja en claro que no la está entendiendo. "Qué máscara?". Ella prende el cigarrillo y mientras suena Piñón Fijo en la calesita de la plaza, escribe nuevamente. "La máscara sin agujeros que debería usar para evitar mirarte a los ojos, porque no hay vuelta, me entendés. Voy a llegar, te voy a mirar y ninguna mañana va a volver a ser la misma que la de hoy. Por más que lo sea. Cualquier mate va a tener gusto a tus abrazos. Me voy a tatuar en tus pupilas y vos en las mías, como un recordatorio diario de lo breves pero eternos que podemos ser, queriendo volverme un post-it mental de este suspiro que somos. Y mientras, pensaré en la desdicha de los que no pueden disfrutar el brillo del reflejo que deja tu sonrisa sobre mi mirada perdida pero centrada, y sobre mis manos, incluso sobre esta boca que practica segundo a segundo el irremediable beso que se avecina, el que le va a sacar la lengua al tiempo, a la distancia, a cualquier cuestionamiento pedorro, al futuro que nos recordará la mierda que es extrañar, a este texto cursi, repetitivo, insulso, triste, fracasado, cagón, pero lleno de nosotros. No hay vuelta y me da miedo prescindir de alternativas en cualquier aspecto, pero mejor dejame solucionarlo con mimos en la espalda". Los perros dejan de pelear. La plaza entera, el barrio, el país, en silencio. Parpadea. Se da cuenta de que está escribiendo hace diez minutos y hace cinco hay un "ya llegué" ahí clavado, implacable, final. Borra todo lo que escribió. "Perdón, voy". Se levanta. Un perro se acerca pero ella no le da tiempo a saltarle encima. Corre hasta la esquina.
 Antes de cruzar la calle, lo reconoce. Camina y nuevamente su cuerpo la excede, quisiera dejar de temblar pero recuerda lo que dijo sin decir hace instantes, que ya parecen meses cuando finalmente se detiene frente a él. 
 Ella se spoileó el corazón. Lo está confirmando en este preciso momento.
- Hola.
- Al fin.
- Al fin. 
 Y ya era mañana.

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