- Ayer hablé con Rodri por el tema del caloventor que quiere vender, ¿viste? Dice que te lo deja a trescientos si le prestás el equipo de música - comenté.
Asentiste y lanzaste una mueca de aprobación algo confusa. Pero no, si la semana pasada fuimos a almorzar a lo de tu tío, si hace tres días nos reíamos de la vez que te caíste de la cama por no levantarte a buscar el control remoto, si ayer me dijiste que cuando cobraras podíamos hacer una escapada a San Bernardo y mirar el mar abrazados como dos abuelos que se saben infinitos. Camila, no puede ser que esto que no pasa esté pasando, dame un indicio de que todavía estás acá, te ruego que no me prives del paraíso que nos cobija, no quieras sorprenderme con tu ausencia irrevocable y eterna y lapidaria y fatal. Cami, mi amor, por favor...
Me miraste. Tenías los ojos llenos de terror. De pánico, de culpa. Lo supe. Vomité sobre la mesa todas las tardes de mate en el río, los mensajes hasta las cuatro de la mañana, el cine y el telo, las carcajadas viendo Friends y las piedades, los abrazos, las mañanas, las noches, las vacaciones en Uruguay, los regalos, las cartas, las sonrisas cómplices, los ladridos de tu perro los domingos cuando el barrio era una morgue, y la voz de tu hermanita pidiendo que la lleves al baño, y los "te amo" en público, en privado, la soledad de no verte durante un mes por un viaje de trabajo, y tus enojos, los malabares que hicimos para sortear las operaciones de mi viejo, las promesas, el desgano, y la certeza impoluta de que el vómito no volvería a ser comida nunca más. No volvería a ser ese pollo que estás simulando degustar. Porque de ahora en más sólo sería vómito, porque ya está digerido, porque de lo que fue no queda ni el olor. ¿Qué mierda son los recuerdos? No son más que mentiras que nos permitimos hacernos para no creer que fue en vano haber vivido.
Te acercaste para abrazarme. Estabas fría. Como yo.
- ¿Pido la cuenta?
- Sí.
Apenas pagamos, saliste disparada hacia la calle. Te seguí arrastrando los pies y la vida, queriendo nunca llegar a la salida, porque eso significaba dejar allí en la mesa el vómito, perderlo de vista, abandonar todo tipo de esperanza de convertirlo nuevamente en pollo. Nos observamos durante un instante, callados.
- ¿Me avisás cuando llegás?
- Nico...
- Ya sé.
Una lágrima tímida deslizó por tu mejilla. Levanté el brazo para secarla pero te adelantaste. Quise abrazarte pero diste medio paso hacia atrás, agarrando fuerte tu cartera. Segundos después observaba tu espalda bañada de sol perdiéndose entre la gente. llevándose esa parte de mí que enterraste para siempre.
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