martes, 12 de julio de 2016

Pezuñas

 Ayer soñé que amanecía sin uñas. Miraba atónita la piel vacía y de repente sin saber cómo, supe que estaba soñando. Luché por despertar. Entré en pánico, daba saltos en el borde de la cama, o eso creía, pero me resultaba imposible escapar de aquella pesadilla. Con mis dedos al desnudo corría por toda la casa buscando a mi gata pero ésta huía de mí, se escondía en el placard o en el balcón. Prendí las luces. Igual veía borroso, y gritaba, "¡devuélvanme mis uñas, hijos de puta!". Pateaba las sillas, el sillón, el escritorio, la mesa ratona, ratona como mis patrones que todavía no pagan el aguinaldo, y maldecía el atropello de mi psiquis por condenarme a vivir ese momento. "¿Y ahora qué voy a hacer?", pensaba, "¿cómo voy a acariciar a Matilda? No voy a poder dejarle la espalda marcada a Nicolás, ni tamborilear con fuerza sobre la mesa del bar donde lo espero. Donde lo esperaba, bah, porque cerró la semana pasada". El efecto angustiante de cada conclusión muda se intensificaba cada vez que miraba los agujeros en mis manos, los tocaba repetida y desesperadamente, rezando porque la fricción continuada me devolviera lo quitado, lo hiciera volver a florecer. "Tienen que estar por algún lado, tal vez me las arranqué mientras leía furiosa el diario y las guardé en la mesa de luz". Sabía que estaba soñando.... ¿Sabía? Quise volver a la pieza pero me desorienté en el comedor y caí de culo al suelo. "¿Cómo voy a despegar los pedazos de comida de los platos? La gente me va a mirar raro cuando apoye mi SUBE, que siempre roza el mínimo, en el lector del colectivo. O cuando salude a mi jefe en alguna reunión. Aunque eso es lo de menos. Si se asusta el viejo garca, mejor. Ojalá le roben a él esas uñas sucias de plusvalía cada vez que cuenta los billetes tomando sol en las Islas Galápagos". Empezaba a pensar que deliraba dentro de mi propia pesadilla, que en realidad nunca había tenido uñas y en la vida real la gente nace así, despojada de lo que le permite pasar las hojas de los libros con mayor facilidad. "Bueno, por otro lado tal vez es mejor, me voy a comprar menos caramelos en el kiosco. Voy a usar más la púa para tocar la guitarra, o eso diría si no hubiese tenido que venderla para pagar las expensas". Empecé a sentirme afiebrada, todo a mi alrededor se oscureció y el desasosiego me abrazaba, inclaudicable. Sólo percibía una alarma de auto a lo lejos. Firme, constante, imperturbable. Esa melodía empezó a marcar mi pesadumbre y lloré. Lloré como quien busca lavar las culpas del no poder. Cada lágrima era el capítulo de un ensayo, el de mi negación; cada sollozo hablabla de esa miseria de laburante sufrido que me atravesaba los párpados mientras buscaba un poco de luz en el medio del living. Y como una ausencia inopinada, la alarma dejó de sonar. Mi vida se detuvo. Aunque nunca se detiene, se detuvo para despertarme.
 Desperté sin saber en qué universo respiraba. Aturdida, con todas mis uñas en su lugar, me pregunté si los sueños realmente representan una conclusión o son simples imágenes aleatorias de recuerdos fugaces que vamos almacenando en la memoria, hasta que en algún momento se manifiestan en lo onírico, tan sólo para plagarnos de interrogantes vanales.
 Le pegué una piña a la pared, que en realidad era para el espejo detrás del respaldo de mi cama, pero en el último segundo cambió el rumbo. Acaricié a Matilda, profundamente dormida, con las gotas de sangre aún en mis puños. No quiero levantarme. Para qué salir a enfrentar todas esas manos llenas de pezuñas. El mundo es una metáfora más literal que la mismísima mierda.

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