viernes, 17 de junio de 2016

Epifanía

Mascarita era un payaso de circo que soñaba con ser poeta. Quería mandarle guita a la vieja a fuerza de églogas sobre Uribelarrea y comprarse un primer ejemplar autografiado de “Fervor de Buenos Aires”.

  En cambio, no podía evitar que todos los fines de semana la rutina le tatuara el maquillaje.

- Mascarita, en quince salís. Peinate bien esa peluca que parecés Larry de Los tres chiflados.

 "Soy un payaso, pelotudo", murmuraba solo en el camarín luego de que su jefe disfrazado de mimo cerrara la puerta. Admiró a sus hijos creativos brillando en aquel papel arrugado. Repitió todas sus palabras en prosa y en verso. Se emocionó tanto imaginando que se los leía a una joven Silvina Ocampo con lágrimas en los ojos, que volcó café sobre uno de ellos.

 La mujer barbuda y su entallado vestido naranja fluor irrumpieron dejando un hilo de perfume floral en el camarín con olor a humedad.

- Masca, ¿todavía seguís acá?

- ¿Qué carajo querés, pelambre?

- Sos un fracasado de mierda - le gritó antes de tomar su abrigo con violencia. Lo vio de reojo guardar los papeles en el bolsillo. Dudó un momento y luego cerró la puerta.

 "Andá a casarte con el Tío Cosa, rara de mierda", murmuró. Siempre se le ocurría qué decir cuando ya era demasiado tarde, aunque un poco le gustaba eso de la victoria silenciosa.

 La historia del alma errante le transpiraba en los zapatos gigantes cada vez que pisaba la arena y veía a esos padres preocupados porque el nene deje de llorar, atentos a su vez al más mínimo sonido del celular. Y Mascarita con sus malabares se acordaba de Analía, que lo dejó porque decía que era demasiado gracioso. "Qué sabrás vos de la tragedia en el humor", le murmuró mentalmente cuatro años después de que lo dejara mientras una madre intentaba ponerle el buzo a su hijo. Un par de piruetas y luego venía la hora eterna de los globos. El payaso triste sólo pensaba en lograr uno con forma de balsa para naufragar lejos de toda esa pelotudez y mientras al ritmo de la música nacían perros, jirafas, gatitos, se preguntaba cuánto más, cuánto más del dolor de la farsa. Entre el público le pareció ver a su padre tomando whisky y la imagen fue tan fuerte que lo hizo tropezar con una pelota perdida del show anterior. Murmuró una puteada para su jefe mimo. Zafó simulando que era parte del número y se tragó un globo para intentar magnificar la ridiculez. Toser varias veces lo salvó de una desgracia inminente. Hizo la vertical para terminar, como siempre, y apenas aterrizó de vuelta sobre sus pies supo que era el momento. Sacó del bolsillo una hoja amarillenta y leyó a viva voz:


Yo quería para siempre

ser noviembre en tu cintura

pero el pájaro impaciente

abandonó la pavura.


Escribir sin más sentido

que transformar el equilibrio

en un potente y leal aullido

capaz de alentar al tibio.


Soy porque soy, porque soy escribo

sentado a la luz de una lámpara insomne

y escucho en silencio el latido

de un sueño con voz y con nombre.


 Al terminar, sin saber de qué pesadilla había nacido, Mascarita miró a la gente. El silencio de radio cubrió todos los rincones de la carpa. Segundos después, un nene rubio que masticaba chicle dejó su gaseosa en un asiento vacío y comenzó a aplaudir. Fue contagiando de a poco a todo el resto de los espectadores en una parodia excelente de película hollywoodense. El circo se fue llenando de chiflidos y gritos de aliento. "¡Te amamos, Mascarita!", vitoreó una señora mayor casi escupiendo su dentadura.

 El payaso poeta sonreía de felicidad por primera vez, mientras la mujer barbuda contemplaba la escena en un rincón. "Ahora vas a ser un fracasado más feliz", le murmuró a lo lejos. Sabe bien que de algún modo la escuchó porque, protegidos por los gritos de la multitud, ambos empezaron a llorar al mismo tiempo.

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