martes, 10 de diciembre de 2024

Lavada

  Esta semana me toca llevar la ropa al lavadero. Camino las tres cuadras que me separan del local arrastrando las piernas y en cada estirón la humedad me pega cada vez más el jean a los muslos. Saludo al verdulero que me vuelve a avisar que no es temporada de frutillas. Solo le pregunté una vez hace tres meses. Sonrío y levanto las cejas en señal de saludo. Me fascina la gente que retiene eventos aleatorios sin importancia para poder mantener un vínculo con un desconocido. Me cruzo con Susana de la pollería y su caniche. Casi me hace caer esa rata peluda. “Vení, mi amor”, le dice. Ni disculpas ni nada. Pienso que ser vieja es hermoso y ser mierda es horrible. Pienso simple para evitar concentrarme en el caldo de baba que me chorrea entre las piernas. El sol pega fuerte. Me hace ruido la panza. A la vuelta me compro un pollito al spiedo en Coto.
 Entro y Sandra parece apagada. Termina de acomodar unos papeles. No tiene la sonrisa de siempre.
- Hola, Laura - saluda sin mirar con un tono monocorde digno de un podcast pensado para dormir.
- Hola, Sandrita, ¿cómo estás?
Silencio. El ruido de todos los lavarropas funcionando al mismo tiempo no me distrae de su expresión alienada. Pienso en preguntar qué le pasa pero algo en el aire me frena. Algo en el aire, un olor.
- Tres bolsas - declaro mientras las voy pasando del otro lado del mostrador y ese olor a moneda se impregna en mis fosas nasales, en mi jean. La sigo mirando a Sandra, como si quisiera descubrir por mis propios medios en cada movimiento de sus músculos faciales qué es lo que está ocurriendo. Pero el olor. Moneda. Seco. Me rindo. Me separo el pantalón del cuerpo con fastidio y miro los lavarropas. Diez círculos escarlata me penetran en la retina. Mis rodillas ceden pero vuelvo en mí. Estoy segura de que eso es lo que es. El traqueteo de los motores es cada vez más fuerte. Sandra separa mis bolsas y sigue ordenando papeles.
- Sandra, ¿qué es eso? ¿Cambiaste de marca de jabón?
No hay respuesta. Por primera vez desde que entré al local me mira. Sonríe pero no es ella la que lo hace.
- Son $8000. Te cobro ahora.
 Vuelvo a mirar el cobre, a sentir el aroma lleno de muerte invadiendo mi viernes, mi cuerpo, mi vida. Uno de los lavarropas se abre y cae al piso un pollo destripado. Puedo ver su pequeño intestino, teñido de blanco jabón, aún vibrando en las baldosas muy blancas. Me corro del mostrador y vomito.
- Efectivo o transferencia, Laurita?
No puedo parar de toser. Salgo a la calle e intento caminar. Le tengo que contar esto a Susana, que lo cuente en el barrio esa vieja chusma y que vengan a investigar. ¿Qué carajo fue eso? No tengo tiempo para nada, mis rodillas vuelven a ceder. Fundido a negro.

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