-
Mejor doblemos acá, amor. Así nos levanta más rápido.
Génesis
se alisa el vestido pensando en el viejo. Se está tardando. Siente burbujas en
el estómago. Acto seguido, se suena la nariz.
- Los mocos
de mar son una satisfacción que debería ser de todos. Mirá, mirá cómo brilla la
sal - le muestra el pañuelo sucio a Rulo y este aparta la vista de manera
exagerada, como si lo hubieran expuesto al crúor de cien fetos destripados.
- Qué
obsesión tenés con mostrarme tus… Mirá, un Manolo. Ahora vengo.
El
muchacho cruza la calle en cuero acomodándose los rulos meticulosamente. Ella
observa a su espalda infinita y desgarbada desembocar en una malla ocre con el
elástico gastado. Piensa en el viejo otra vez. Ya es la hora. Murmura para sí:
“tengo que pegar la vuelta del vacío y terminar en absolutos: todo lo que le
voy a decir es verdad, nada lo es, tengo que decir lo que callan las madres, mi
madre, no lo vas cambiar, ni lo intentes”. No sabe lo que piensa, no piensa lo
que sabe. Hace rato que no piensa en Rulo como un ser humano sino como un ente
de mal augurio. Un fin de semana largo en la costa es el escenario propicio
para encontrar un zigóptero fluorescente bajo la cama que amenaza con pinchar
una tarde de dulce de leche y convertirla en esa señora que trata mal al del
mostrador de Manolo porque es fecha patria y no lleva puesta una escarapela.
Qué escena pecular para observar en la distancia.
Génesis
lleva media hora hablando por teléfono con su madre sobre el regalo de
cumpleaños del viejo.
- No sé,
mami, un vino.
- Tiene mil.
- Que tenga
mil y uno.
- Cumple
50, va a pensar que tuvimos tiempo de sobra para pensar algo nuevo. ¿Ya llegó?
- No. ¿Y
vos qué sabes lo que va a pensar?
- Estoy
casada hace 30 años.
- Los mismo
que tengo yo y nunca jamás le pegaste a un regalo.
Silencio.
Podía imaginar a Hilda golpeando el mantel agujereado con suavidad. Pensó qué
barbaridades diría Carmela de ese lienzo horripilante. Toca bocina un Duna. El
conductor baja la ventanilla y le grita “cornudo” al chofer del colectivo. Este
frena y amaga con bajar pero sigue. Más silencio. Siente piedad de los
cornudos. La abandona de inmediato.
- Siempre
se trata de vos.
Génesis
piensa que esa es la peor mentira jamás pronunciada y aprieta el teléfono
contra su oído como si la radiación de las pantallas pudiera penetrarlas al
mismo tiempo. Hace tanta fuerza que se le rompe una uña. Le burbujea el abdomen
otra vez.
- ¿Qué fue
eso?
- Nada,
mamá, me soné un dedo. Comprale un vino o una camiseta de Lanús.
- Hace
mucho que no va a la cancha.
- ¡La va a
usar igual! - grita la joven rompiendo la última ola de mar con un agudo seco
que le deja la yugular tumefacta, taquicárdica y moribunda.
Se le
cae el teléfono al piso. Lo levanta y apenas alza la vista lo ve a Rulo en la
mitad de la calle, gritándole si prefiere churros bañados o simples. Cierra los
ojos y suspira, como si le fastidiara que la pregunta que se respondía sola.
Cuando los vuelve a abrir, percibe los glóbulos en la panza haciendo
ebullición. Abre la boca grande como un túnel y ve una luz iridiscente justo en
el instante anterior a la tragedia inminente. El golpe seco. El Fiat Uno blanco
con la abolladura en la puerta del conductor. Y el pitido en el oído, los
gritos de la multitud, el fundido a negro. El burbujeo, por fin, se detiene.
Empieza el año del pensamiento maldito en el conciliábulo del terror.
Algunas
mañanas de domingo Génesis se despierta lejos de casa en su propia cama. Mira
el teléfono y tiene diez llamadas perdidas de su madre. Vuelve a mirar, no
tiene ninguna. Cierra los ojos para recordar las burbujas. Algunas tardes de
lunes está segura de que dijo todo lo que quería decir. Se mira al espejo y
ordena sus costillas a martillazos. Algunas noches de martes evita pensar en el
hombre que no amaba justo antes de desvanecerse dentro de una bolsa negra. Hoy
extraña a Carmela. Hoy es miércoles de terapia. Llega temprano pero la reciben
enseguida.
- ¿Cómo me
vuelvo interesante? Para mí el alma nace cuando aprendés a tener paciencia para
agarrar la sortija en la calesita, como me enseñó Carmela. El resto es tiempo
prestado. Entonces, ¿cómo hablo con el misterio? Siempre me llenó de ira ser
pasiva y agresiva pero nunca las dos cosas al mismo tiempo. Eso me haría más
sustanciosa. Y sin embargo, ¿cómo? ¿Cómo los despierto y los hago mirar
mientras destripo una serpiente en la Recoleta? Camino dos pasos y el patíbulo
se aleja, Mariana. Para eso sirve, para deambular.
- ¿A
quiénes querés despertar? ¿Querés destripar una serpiente en el cementerio y
que te vean? ¿Quiénes?
- ¡No! -
amaga con prender un cigarrillo. Su terapeuta apenas mueve la cabeza en señal
de desaprobación. Lo guarda.
- No,
aunque a veces lo sueño. El tipo de público es indiferente. Mirá, vengo
escribiendo bastante. Y si vos querés escribir tenés que tomarte en serio.
Escuchame bien. Tenés que elegir una hora del día en la que puedas sentir el
latido de las nubes en martillo, yunque y estribo ininterrumpidamente por, al
menos, dos horas. Si querés escribir tenés que remojar los dedos en el dolor de
la libertad, entregarte en cuerpo y alma a la licantropía, que nazca al fin la
clemencia del cuervo. Entonces, solo entonces, está permitido releer
servilletas viejas, rezar un rosario frente al espejo, respirando por la boca
hasta que las cruces se den vuelta. Para escribir hay que hablar de los otros,
hay que abrasar la blasfemia hasta bautizar al diablo.
- No sabía
que te gustaba escribir. Veo que también te gusta el terror eclesiástico.
- El terror
de los demás.
- ¿Sentiste
terror cuando tu papá atropelló a Rulo?
Génesis
vuelve a cerrar los ojos y a suspirar como aquella vez, aunque no tan
importunada por la pregunta que creía retórica. Los abre y se concentra en la
blusa blanca, en la cruz con la foto del Papa Francisco. Un cólera que nace en
el coxis clava sus uñas en la columna vertebral y va escalando. Cada vértebra
es una idea más lacerante que la anterior, una forma más eficaz y tirana de
destrozar a Mariana, de dejarla deseando nunca haber hecho esa pregunta tan
estúpida. “Claro que sentí terror, hablamos de esto hace meses”, piensa
mientras odia los pliegues puntiagudos de su pantalón de vestir, odia los
almohadones naranja viejo, odia su pelo azabache de psicóloga, de bruja
cachavacha, teñido por ella misma, repelente, evaporado por los años, por el
hollín de la avenida, por las palabras herrumbradas, inapetentes, significado
tras significante ad eternum, colmadas de lágrimas que rebotan todos los días
contra la pared de ese consultorio con olor a vainilla podrida. Génesis sabe
que el perfume de vainilla no se pudre pero lo huele igual, igual odia y el
monstruo séptico de la crueldad está a punto de estirar sus pezuñas por última
vez, de saltar, urgido y voraz como un adolescente, desde la comisura de sus
labios laberínticos hasta el primer eslabón del rosario cuando de repente
Mariana dice, como eligiendo un caramelo del kiosco, usando la voz sonriente
más parsimoniosa jamás escuchada.
- Dejamos
acá.
Una
maceta con un potus de hojas muertas y el coro de bocinazos sobre Solís. La
ventana, su marco verde moho descascarado al lado de la única foto con Carmela.
Las dos niñas disfrazadas de monjas reían al lado de una lámpara de cuarzo
mientras intentaban imitar un rezo. Se escucha un tiro a lo lejos, dos gritos
demasiado cerca uno del otro. Génesis tiene una colección de mates. Cada uno
cuenta con su propia inscripción y alguna distinción autóctona de la ciudad en
cuestión. La meta-referencia del mate dentro del mate en Montevideo, el plato
de ceviche peruano, un fernet cordobés, un lobo marplatense. Ese era de Rulo.
Una fila extensa de infusiones de madera y metal se lucía sobre el pequeño
socarrén de la pared mitad verde y mitad azul del comedor. Era jueves y el
horario de visita en Devoto estaba por terminar. Salió arrastrando las
sandalias violetas con medias y paró un taxi. Dos cuadras después, Carlos ya le
había contado todas las veces que fue a ver a Los Redondos en Cemento. De
repente un colectivo cruza mal y clava el freno a fondo. A Génesis se le cae la
torta al piso. “No lo digas” piensa. Siente los mocos salados en la nariz.
- ¡Dale,
cornudo!
Tose.
Génesis tose con todas sus fuerzas porque el endriago quiere empezar a trepar.
Lo contiene. Le sirve un poco de vino.
- Dejame
acá en la esquina - dice con tono afable a pesar de revolearle el billete por
la cabeza. Se baja sin saludar.
Camina
hasta la recepción amarronada llena de carteles rojos y se anuncia.
- Noriega,
Génesis. A Jorge.
- Documento
- le exige un guardia de bigote prominente y anteojos amarillos de sol mientras
se sirve un mate lavado. El silencio del papeleo la empieza a inquietar. El
lemon pie está destrozado. Se abraza a él como si fuera un portal al futuro.
- Pasá,
nena. Ahí te lleva mi compañero.
Otro
oficial colorado de rostro halagüeño y sonrisa corta la guía hasta la sala de
visitas.
- Ahora te
lo traigo - dice casi gritando y cierra la puerta con fuerza.
No
hay nadie alrededor. Siente un ruido extraño. Se para y camina hasta una
pequeña ventanilla. Parece ser un vidrio espejado. Piensa que le gustaría que alguno
de los guardias se esté masturbando del otro lado mientras le mira el escote.
Aparta el pensamiento, del que solo le queda una mueca perversa. Se abre la
puerta y entra el viejo acompañado del mismo guardia. Lleva una barba larga y
canosa que desemboca en un girón de pelo negro. Está pelado a cero. Génesis
siente un olor pasajero a vainilla. Lo deja irse. Su papá se sienta muy en el
borde de la silla. La mira sin mirar, inexpresivo. Ni siquiera hay material
litúrgico en la profundidad de sus pupilas.
- Jorge.
El silencio
se extiende. Hace crecer al ogro.
- Génesis -
responde al fin en tono monocorde. Y ahí lo reconoce. Ese metal es tan suyo que
le retumba en las tripas.
- ¿Te están
tratando bien?
- Normal.
Como merezco.
La
joven piensa que ese “como merezco” es la frase más insegura alguna vez
pronunciada. Una tarde de la semana siguiente a la sentencia lo fue a visitar
por primera vez e insinuó que todo aquello podría no haber sido un accidente.
Ese día nació el esperpento que la invade cada vez que algo la incomoda. Antes
no. Ni cuando su mamá no la dejó ir a Bariloche, ni cuando le prohibieron leer
El eternauta, ni cuando le revisó el teléfono a Rulo y encontró lo que creía
que iba a encontrar, ni el día del accidente, ni cuando tuvo que reconocer el
cuerpo de su ex, ni cuando tuvo que testificar, ni en ninguna de las madrugadas
que pasó desvelada preguntándose por qué no se separó antes de esas vacaciones
y por qué su padre odiaba tanto. Antes no, nació el día que vio a Jorge
golpearse la cabeza contra la pared, romper tres patas de una mesa y amenazarla
con clavarle una en el medio del corazón si le volvía a sugerir algo así, que
su madre estaría indignada (esto sin convicción alguna en su garganta), que su
existencia fue un accidente y que no quería volver a verla nunca más. Dos meses
después, la llamó para invitarla a conversar. Le pidió trabajo, algo que ni
ella tenía. Belcebú ya caminaba para ese entonces y protestó, suspiró, gruñó en
ruso, escupió moscas de baba. Génesis dijo que sí, que iba a ver qué podía
hacer, que iba a mover contactos. No tenía ninguno. Jorge no salió.
- Feliz
cumpleaños.
Un
postre torcido y con poco relleno reposaba en contraste con el negro
descascarado de la mesa redonda. Primero la vela del dos, una sonrisa burlona y
después la del cinco adelante.
- Te hacés
la graciosa.
- Lo soy.
Génesis
saca un encendedor dorado de la cartera y se dispone a prender las velas.
- Esperá
que todavía no pensé los deseos.
Espera. Se
miran. Jorge empieza a imitar el ruido de un auto de fórmula 1. Lo hace por no
menos de tres minutos. Se ríe a carcajadas. Ella recuerda cuando miraba las
carreras de Schumacher en su cuarto a todo volumen para no escucharlo
masturbándose en el living.
- Dale.
Dale que tengo sueño, hija.
- Que los
cumplas fe…
- No
cantes. Me deprime.
El
reo acerca demasiado la barba a la llama. El Señor de las Moscas es ahora un
vampiro. Va mutando según la intensidad y el tipo de angustia. Ahora la
atmósfera huele a moneda. Jorge sopla primero el dos y después el cinco. Le
dirige una última mirada.
- ¿Sabés
por qué te llamás Génesis?
- Por Vox
Dei. Me dijo Hilda.
- Mentira.
Lo elegí yo. En esa época estaba obsesionado con el Antiguo Testamento y
pensaba mucho en el origen del mundo. Recé para que no fueras hija de Lilith
pero no lo logré. Supongo que tu madre te infectó con el virus del pecado
cuando intentó matarte y falló. Todos fracasamos pero la vida sigue. La Biblia
siguió, ¿o no? Viste, hija, cómo funciona…
Génesis
saca un cuchillo con un movimiento seco y lo apoya con fuerza excesiva sobre la
mesa.
- Cortala
en el medio.
Se
refería a ella. Jorge obedece. Devoran la torta entera sin decir una sola
palabra hasta que Génesis elige la peor manera jamás vista de romper el sigilo.
- No me
gusta la pelada. Y tenía un trabajo para ofrecerte pero ya no está disponible.
Por esa pelada.
Se
arrepiente de inmediato. Sabe que nunca va a estar a la altura de ese poder
sobrenatural e inoxidable que le tatuaba esquirlas de dolor. Pasiva o agresiva,
nunca las dos cosas. Sus palabras perdían vigor en cada sílaba y al final de la
oración solo quedaba una niña perdida en el Parque de la Costa esperando cuatro
horas a los adultos responsables. Su talento siempre fue hablar poco. En el
fondo sabía que a Jorge le molestaba que no supiera defenderse porque lo sentía
un fracaso propio, por eso mismo lo evitaba. Pero esta vez quiso probarse a sí
misma y fracasó. “Como todos”, piensa. Se le trepa un zombie por los
riñones. Entra el guardia colorado.
- Se
terminó, Noriega. Salude y volvemos.
Jorge se
levanta y se acomoda el short de Lanús.
- Buena
banda igual - dice en tono burlón y se aleja riendo por lo bajo hacia la puerta
de salida.
En el
páncreas de Génesis nace Frankenstein. Se queda sola pero bien acompañada.
La
historia de Génesis es la historia de lo que no debió ser, de los recreos
jugando al solitario, de su primer beso a los 18 años. Vida que se descascara
en su memoria, tanto así que disfruta de hablar con extraños e inventarse otra.
Ayer le contó a un linyera que se llama Vanesa, es médica dermatóloga casada
con un noruego llamado Ragnarok, madre de tres hermosas criaturas que van a
colegio bilingüe, juegan al padel y ganaron tres veces la medalla de oro en las
olimpíadas porteñas de matemática. El linyera la escuchaba sin el más mínimo
interés y le relojeaba el bolsillo para ver si sacaba el celular en algún
momento. Se lo contó a un guardia de la garita del barrio, a un vendedor de
chipa, a un adolescente que tocaba Nothing Else Matters de Metallica y a una
vieja paseando un caniche. Así pasaban las semanas hasta que se aburría e
inventaba una nueva. Florencia la paisajista, Casandra la oficinista divorciada
fan del jazz, Paula la docente de geografía que había tenido un amorío con Al
Pacino. Era muy aburrido hablar de los tres días encerrada en el garage por
haberle gritado a la maestra, hablar de la vez que insinuó no querer agradecer
la comida en la cena y le dieron vuelta la cara como se dan vueltas las cruces
cuando hay que escribir. Nadie quería escuchar cómo su primera experiencia
sexual fue con un señor de 60 años que susurraba el nombre de su hija cuando
estaba a punto de acabar. Usaba ese nombre varias veces: Carmela. Así se llamó
su única amiga. Jugar con ella al elástico hasta que las obligaran a entrar a
casa era el único recuerdo secuenciado que atesoraba y mantenía bien lejos del
conciliábulo mefistofélico de su bronca. Carmela se mudó del barrio a los 13,
no volvió a saber nada de ella, y no tuvo nadie a quién contarle que sus padres
no se comunicaban entre sí, que solo le hablaban a ella, para exigirle un diez
en vez de un nueve, para prohibirle volver a acercarse al hijo del ferretero,
para tirarle todas las historietas de Mafalda a la basura sin previo aviso.
Nunca más nadie la escuchó. Por eso aquel día, el día en el que el tipo que
había decidido ser su padre, el que solía recordarle a diario que vivía del
alquiler de un departamento suyo en la costa (sí, esa costa), el que decía que
su existencia fue un error de la Matrix, el que el día que volvió contenta a su
hogar porque había aprobado el exámen de ingreso a la facultad la enterró
diciendo “mirá que yo no te voy a pagar el boleto, eh. Volvé al bar de Atilio y
bancate sola” (Atilio, el hombre de 60 años que susurraba el nombre de su propia
hija cuando hacía el amor), aquel día que Jorge atropelló a Rulo no se trataba
de Jorge, ni de Hilda hablando para prohibir, ni de Rulo ni sus infidelidades.
No se trataba del Fiat Uno ni del “horror” retórico que decía Mariana, ni de
los patios pueriles llenos pero vacíos, ni de su corazón marchitado por el
ardor muriático del rechazo. No. Aquel día aciago no fue nada más ni nada menos
el desarrollo narrativo necesario para entrar hoy a su casa plagada de lámparas
de cuarzo, de estampitas de cabras, de cruces de sal, de caminar a paso lento
pero decidido hasta el espejo, relojear con inocencia sibilina el cajón del
escritorio donde está la nueve, donde están todos sus escritos, todas las
cartas no enviadas a Carmela, mirar su reflejo y, finalmente, decir en voz alta:
- Hace diez
años que nadie escucha mis historias de terror. Será que no tienen giro
argumental.
Y entonces, solo entonces, Leviatán se materializa en el cristal. Génesis moja dos dedos adoctrinados pero auténticos en agua bendita para dibujarle la cruz en la frente. Sus sonrisas lóbregas encuentran complicidad a la medianoche.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario