sábado, 25 de mayo de 2019

Subte

 Baja las escaleras de 9 de julio esperando que algún día el subte cambie el recorrido y lo deje en la concha de su madre. No es metafórico. De vuelta al útero materno, al líquido amniótico calentito, a la nada. Se le cae la Sube. La levanta al tiempo que choca contra la mochila de un tipo que viene mirando el celular. Putea. Pasa el molinete. El traqueteo del andén se escucha a lo lejos. Tiene que hacer combinación con la H en Pueyrredón. Viene con demora. Piensa en las escaleras llenas de gente, vuelve a putear. Al aire, a todos. "A Hospitales, a Hospitales, a Hospitales..." repite mientras van pasando las estaciones del D para no equivocarse de lado. Piensa en la vida del porteño y en lo condenado que está a mirar vidrieras. Piensa también en lo trillado de quejarse sobre la vida en la ciudad siendo que no conoce otra y cualquier paisaje de campo lo deprime. Vuelve a sacar la Sube aunque sabe que no va a volver a pagar porque ya tiene automatizado agarrarla cuando va a subir a otro transporte. Baja a los empujones del vagón. Una nena lucha por no perder su muñeca pero la madre parece muy apurada. "Tomá, nena", le dice entre fastidiado y tierno. La nena le devuelve una mirada de auxilio. Sigue caminando. Cierra los ojos, vuelve a pensar en las vidrieras y en cómo las mira sin mirar, en el campo que lo deprime, en el tipo que chocó porque venía mirando Instagram, en ir al encuentro de las escaleras del H como al parcial de una materia con final obligatorio. Respira. Abre los ojos y de repente una puerta verde que no había notado. Silencio, ni un alma en todo el lugar. Se paraliza. Gira en redondo y nadie. Nada. Nada, como en el útero materno. Nada de nada. Lo urgente que le nace es gritar. "¿Hola?". Solo su propio eco. "Me quedé dormido parado" dice en voz alta esperando convencer a su propia mente. Lucha por despertarse, cree que ese sueño aleatorio e incongruente terminará en cualquier momento. Pero nada pasa. Nada, como en el útero materno. Nada en la ausencia de murmullos y de sirenas y de gente y de cochecitos yendo y viniendo. Busca contacto humano. Camina hasta las boleterías, abre una puerta que dice "solo personal autorizado" pero lo reciben un par de máquinas con luces rojas y verdes que no responden. Empieza a inquietarse y quiere salir. El pasillo que lo lleva de vuelta a Pueyrredón está cerrado. Se tira al piso, trata de serenarse. Trata de despertar. Busca una llave oculta en los carteles de publicidad del pasillo. Cierra los ojos y la ciudad y la gente y el campo y el enojo. No sabe si pasaron cinco minutos o veinte horas. No sabe en qué momento sucedió pero está sucediendo. Quiere llamar al tipo que se chocó cuando se le cayó la Sube y decirle que en realidad no le molestó tanto, que si no quiere ir a tomar unas birras a su casa. Quiere decirle a la nena de la muñeca que su mamá esta cansada, que no se angustie. Quiere mirar una vidriera y apreciar lo que ve, quiere prometer que nunca más va a quejarse de las vidrieras ni del Centro porteño ni de no vivir en el campo aunque lo deprima, ni de nada. "Abran, hijos de puta. Abran" grita pero no sabe a quién ni por qué, solo se rinde a la demencia del tic-tac mental, del miedo que lucha cuerpo a cuerpo con la necesidad de creer que todo es un chiste. Pero nada, como en el útero materno. Igual está cómodo el piso así que se rinde al placer una siesta.
 No hay relojes ni señal alguna de civilización en este pasillo. Los carteles están sucios como sus codos. Como los peones de campo la mayor parte del día. Negros, lastimados por dormir en malas posiciones. Piensa que no tiene idea de cómo duerme un peón de campo. Todavía sueña con parpadear y aparecer nuevamente saliendo del vagón del D, puteando Buenos Aires, a su gente y todo eso que sabe predecible. Se arranca un pedazo de manga del saco, se la ata a la cabeza como vincha para correrse los pelos ya largos de la cara. Piensa que la nena también tenía una vincha. Cambia la bolsa que tenía en los pies por otra limpia que encontró pegada a la puerta. Mueve la manija por deporte. La mira. La analiza. Tal vez el tipo de la mochila era el arquitecto del pasillo y puede ayudarlo. Se concentra y prueba llamarlo con la mente. Todo ese tiempo ahí adentro tiene que haberle dado algún poder, habilidad, don, gracia, utilidad, salvación. Pero no. Pero nada, como en el útero materno.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.