miércoles, 7 de mayo de 2025

Leviatán

- Mejor doblemos acá, amor. Así nos levanta más rápido.

 Génesis se alisa el vestido pensando en el viejo. Se está tardando. Siente burbujas en el estómago. Acto seguido, se suena la nariz.

 

- Los mocos de mar son una satisfacción que debería ser de todos. Mirá, mirá cómo brilla la sal - le muestra el pañuelo sucio a Rulo y este aparta la vista de manera exagerada, como si lo hubieran expuesto al crúor de cien fetos destripados.

 

- Qué obsesión tenés con mostrarme tus… Mirá, un Manolo. Ahora vengo.

 

 El muchacho cruza la calle en cuero acomodándose los rulos meticulosamente. Ella observa a su espalda infinita y desgarbada desembocar en una malla ocre con el elástico gastado. Piensa en el viejo otra vez. Ya es la hora. Murmura para sí: “tengo que pegar la vuelta del vacío y terminar en absolutos: todo lo que le voy a decir es verdad, nada lo es, tengo que decir lo que callan las madres, mi madre, no lo vas cambiar, ni lo intentes”. No sabe lo que piensa, no piensa lo que sabe. Hace rato que no piensa en Rulo como un ser humano sino como un ente de mal augurio. Un fin de semana largo en la costa es el escenario propicio para encontrar un zigóptero fluorescente bajo la cama que amenaza con pinchar una tarde de dulce de leche y convertirla en esa señora que trata mal al del mostrador de Manolo porque es fecha patria y no lleva puesta una escarapela. Qué escena pecular para observar en la distancia.

 Génesis lleva media hora hablando por teléfono con su madre sobre el regalo de cumpleaños del viejo. 

 

- No sé, mami, un vino.

 

- Tiene mil.

 

- Que tenga mil y uno. 

 

- Cumple 50, va a pensar que tuvimos tiempo de sobra para pensar algo nuevo. ¿Ya llegó?

 

- No. ¿Y vos qué sabes lo que va a pensar?

 

- Estoy casada hace 30 años.

 

- Los mismo que tengo yo y nunca jamás le pegaste a un regalo.

 

Silencio. Podía imaginar a Hilda golpeando el mantel agujereado con suavidad. Pensó qué barbaridades diría Carmela de ese lienzo horripilante. Toca bocina un Duna. El conductor baja la ventanilla y le grita “cornudo” al chofer del colectivo. Este frena y amaga con bajar pero sigue. Más silencio. Siente piedad de los cornudos. La abandona de inmediato.

 

- Siempre se trata de vos.

 

Génesis piensa que esa es la peor mentira jamás pronunciada y aprieta el teléfono contra su oído como si la radiación de las pantallas pudiera penetrarlas al mismo tiempo. Hace tanta fuerza que se le rompe una uña. Le burbujea el abdomen otra vez.

 

- ¿Qué fue eso?

 

- Nada, mamá, me soné un dedo. Comprale un vino o una camiseta de Lanús.

 

- Hace mucho que no va a la cancha.

 

- ¡La va a usar igual! - grita la joven rompiendo la última ola de mar con un agudo seco que le deja la yugular tumefacta, taquicárdica y moribunda. 

 

 Se le cae el teléfono al piso. Lo levanta y apenas alza la vista lo ve a Rulo en la mitad de la calle, gritándole si prefiere churros bañados o simples. Cierra los ojos y suspira, como si le fastidiara que la pregunta que se respondía sola. Cuando los vuelve a abrir, percibe los glóbulos en la panza haciendo ebullición. Abre la boca grande como un túnel y ve una luz iridiscente justo en el instante anterior a la tragedia inminente. El golpe seco. El Fiat Uno blanco con la abolladura en la puerta del conductor. Y el pitido en el oído, los gritos de la multitud, el fundido a negro. El burbujeo, por fin, se detiene. Empieza el año del pensamiento maldito en el conciliábulo del terror.

 Algunas mañanas de domingo Génesis se despierta lejos de casa en su propia cama. Mira el teléfono y tiene diez llamadas perdidas de su madre. Vuelve a mirar, no tiene ninguna. Cierra los ojos para recordar las burbujas. Algunas tardes de lunes está segura de que dijo todo lo que quería decir. Se mira al espejo y ordena sus costillas a martillazos. Algunas noches de martes evita pensar en el hombre que no amaba justo antes de desvanecerse dentro de una bolsa negra. Hoy extraña a Carmela. Hoy es miércoles de terapia. Llega temprano pero la reciben enseguida. 

 

- ¿Cómo me vuelvo interesante? Para mí el alma nace cuando aprendés a tener paciencia para agarrar la sortija en la calesita, como me enseñó Carmela. El resto es tiempo prestado. Entonces, ¿cómo hablo con el misterio? Siempre me llenó de ira ser pasiva y agresiva pero nunca las dos cosas al mismo tiempo. Eso me haría más sustanciosa. Y sin embargo, ¿cómo? ¿Cómo los despierto y los hago mirar mientras destripo una serpiente en la Recoleta? Camino dos pasos y el patíbulo se aleja, Mariana. Para eso sirve, para deambular.

 

- ¿A quiénes querés despertar? ¿Querés destripar una serpiente en el cementerio y que te vean? ¿Quiénes?

 

- ¡No! - amaga con prender un cigarrillo. Su terapeuta apenas mueve la cabeza en señal de desaprobación. Lo guarda.

 

- No, aunque a veces lo sueño. El tipo de público es indiferente. Mirá, vengo escribiendo bastante. Y si vos querés escribir tenés que tomarte en serio. Escuchame bien. Tenés que elegir una hora del día en la que puedas sentir el latido de las nubes en martillo, yunque y estribo ininterrumpidamente por, al menos, dos horas. Si querés escribir tenés que remojar los dedos en el dolor de la libertad, entregarte en cuerpo y alma a la licantropía, que nazca al fin la clemencia del cuervo. Entonces, solo entonces, está permitido releer servilletas viejas, rezar un rosario frente al espejo, respirando por la boca hasta que las cruces se den vuelta. Para escribir hay que hablar de los otros, hay que abrasar la blasfemia hasta bautizar al diablo.

 

- No sabía que te gustaba escribir. Veo que también te gusta el terror eclesiástico.

 

- El terror de los demás.

 

- ¿Sentiste terror cuando tu papá atropelló a Rulo? 

 

 Génesis vuelve a cerrar los ojos y a suspirar como aquella vez, aunque no tan importunada por la pregunta que creía retórica. Los abre y se concentra en la blusa blanca, en la cruz con la foto del Papa Francisco. Un cólera que nace en el coxis clava sus uñas en la columna vertebral y va escalando. Cada vértebra es una idea más lacerante que la anterior, una forma más eficaz y tirana de destrozar a Mariana, de dejarla deseando nunca haber hecho esa pregunta tan estúpida. “Claro que sentí terror, hablamos de esto hace meses”, piensa mientras odia los pliegues puntiagudos de su pantalón de vestir, odia los almohadones naranja viejo, odia su pelo azabache de psicóloga, de bruja cachavacha, teñido por ella misma, repelente, evaporado por los años, por el hollín de la avenida, por las palabras herrumbradas, inapetentes, significado tras significante ad eternum, colmadas de lágrimas que rebotan todos los días contra la pared de ese consultorio con olor a vainilla podrida. Génesis sabe que el perfume de vainilla no se pudre pero lo huele igual, igual odia y el monstruo séptico de la crueldad está a punto de estirar sus pezuñas por última vez, de saltar, urgido y voraz como un adolescente, desde la comisura de sus labios laberínticos hasta el primer eslabón del rosario cuando de repente Mariana dice, como eligiendo un caramelo del kiosco, usando la voz sonriente más parsimoniosa jamás escuchada.

 

- Dejamos acá.

 

 Una maceta con un potus de hojas muertas y el coro de bocinazos sobre Solís. La ventana, su marco verde moho descascarado al lado de la única foto con Carmela. Las dos niñas disfrazadas de monjas reían al lado de una lámpara de cuarzo mientras intentaban imitar un rezo. Se escucha un tiro a lo lejos, dos gritos demasiado cerca uno del otro. Génesis tiene una colección de mates. Cada uno cuenta con su propia inscripción y alguna distinción autóctona de la ciudad en cuestión. La meta-referencia del mate dentro del mate en Montevideo, el plato de ceviche peruano, un fernet cordobés, un lobo marplatense. Ese era de Rulo. Una fila extensa de infusiones de madera y metal se lucía sobre el pequeño socarrén de la pared mitad verde y mitad azul del comedor. Era jueves y el horario de visita en Devoto estaba por terminar. Salió arrastrando las sandalias violetas con medias y paró un taxi. Dos cuadras después, Carlos ya le había contado todas las veces que fue a ver a Los Redondos en Cemento. De repente un colectivo cruza mal y clava el freno a fondo. A Génesis se le cae la torta al piso. “No lo digas” piensa. Siente los mocos salados en la nariz.

 

- ¡Dale, cornudo!

 

 Tose. Génesis tose con todas sus fuerzas porque el endriago quiere empezar a trepar. Lo contiene. Le sirve un poco de vino.

 

- Dejame acá en la esquina - dice con tono afable a pesar de revolearle el billete por la cabeza. Se baja sin saludar. 

 

 Camina hasta la recepción amarronada llena de carteles rojos y se anuncia. 

 

- Noriega, Génesis. A Jorge.

 

- Documento - le exige un guardia de bigote prominente y anteojos amarillos de sol mientras se sirve un mate lavado. El silencio del papeleo la empieza a inquietar. El lemon pie está destrozado. Se abraza a él como si fuera un portal al futuro.

 

- Pasá, nena. Ahí te lleva mi compañero. 

 

Otro oficial colorado de rostro halagüeño y sonrisa corta la guía hasta la sala de visitas. 

 

- Ahora te lo traigo - dice casi gritando y cierra la puerta con fuerza.

 

 No hay nadie alrededor. Siente un ruido extraño. Se para y camina hasta una pequeña ventanilla. Parece ser un vidrio espejado. Piensa que le gustaría que alguno de los guardias se esté masturbando del otro lado mientras le mira el escote. Aparta el pensamiento, del que solo le queda una mueca perversa. Se abre la puerta y entra el viejo acompañado del mismo guardia. Lleva una barba larga y canosa que desemboca en un girón de pelo negro. Está pelado a cero. Génesis siente un olor pasajero a vainilla. Lo deja irse. Su papá se sienta muy en el borde de la silla. La mira sin mirar, inexpresivo. Ni siquiera hay material litúrgico en la profundidad de sus pupilas.

 

- Jorge.

 

El silencio se extiende. Hace crecer al ogro.

 

- Génesis - responde al fin en tono monocorde. Y ahí lo reconoce. Ese metal es tan suyo que le retumba en las tripas.

 

- ¿Te están tratando bien?

 

- Normal. Como merezco.

 

 La joven piensa que ese “como merezco” es la frase más insegura alguna vez pronunciada. Una tarde de la semana siguiente a la sentencia lo fue a visitar por primera vez e insinuó que todo aquello podría no haber sido un accidente. Ese día nació el esperpento que la invade cada vez que algo la incomoda. Antes no. Ni cuando su mamá no la dejó ir a Bariloche, ni cuando le prohibieron leer El eternauta, ni cuando le revisó el teléfono a Rulo y encontró lo que creía que iba a encontrar, ni el día del accidente, ni cuando tuvo que reconocer el cuerpo de su ex, ni cuando tuvo que testificar, ni en ninguna de las madrugadas que pasó desvelada preguntándose por qué no se separó antes de esas vacaciones y por qué su padre odiaba tanto. Antes no, nació el día que vio a Jorge golpearse la cabeza contra la pared, romper tres patas de una mesa y amenazarla con clavarle una en el medio del corazón si le volvía a sugerir algo así, que su madre estaría indignada (esto sin convicción alguna en su garganta), que su existencia fue un accidente y que no quería volver a verla nunca más. Dos meses después, la llamó para invitarla a conversar. Le pidió trabajo, algo que ni ella tenía. Belcebú ya caminaba para ese entonces y protestó, suspiró, gruñó en ruso, escupió moscas de baba. Génesis dijo que sí, que iba a ver qué podía hacer, que iba a mover contactos. No tenía ninguno. Jorge no salió.

 

- Feliz cumpleaños. 

 

 Un postre torcido y con poco relleno reposaba en contraste con el negro descascarado de la mesa redonda. Primero la vela del dos, una sonrisa burlona y después la del cinco adelante.

 

- Te hacés la graciosa.

 

- Lo soy.

 

Génesis saca un encendedor dorado de la cartera y se dispone a prender las velas.

 

- Esperá que todavía no pensé los deseos.

 

Espera. Se miran. Jorge empieza a imitar el ruido de un auto de fórmula 1. Lo hace por no menos de tres minutos. Se ríe a carcajadas. Ella recuerda cuando miraba las carreras de Schumacher en su cuarto a todo volumen para no escucharlo masturbándose en el living.

 

- Dale. Dale que tengo sueño, hija.

 

- Que los cumplas fe…

 

- No cantes. Me deprime. 

 

 El reo acerca demasiado la barba a la llama. El Señor de las Moscas es ahora un vampiro. Va mutando según la intensidad y el tipo de angustia. Ahora la atmósfera huele a moneda. Jorge sopla primero el dos y después el cinco. Le dirige una última mirada. 

 

- ¿Sabés por qué te llamás Génesis?

 

- Por Vox Dei. Me dijo Hilda.

 

- Mentira. Lo elegí yo. En esa época estaba obsesionado con el Antiguo Testamento y pensaba mucho en el origen del mundo. Recé para que no fueras hija de Lilith pero no lo logré. Supongo que tu madre te infectó con el virus del pecado cuando intentó matarte y falló. Todos fracasamos pero la vida sigue. La Biblia siguió, ¿o no? Viste, hija, cómo funciona…

 

Génesis saca un cuchillo con un movimiento seco y lo apoya con fuerza excesiva sobre la mesa.

 

- Cortala en el medio. 

 

 Se refería a ella. Jorge obedece. Devoran la torta entera sin decir una sola palabra hasta que Génesis elige la peor manera jamás vista de romper el sigilo.

 

- No me gusta la pelada. Y tenía un trabajo para ofrecerte pero ya no está disponible. Por esa pelada.

 

 Se arrepiente de inmediato. Sabe que nunca va a estar a la altura de ese poder sobrenatural e inoxidable que le tatuaba esquirlas de dolor. Pasiva o agresiva, nunca las dos cosas. Sus palabras perdían vigor en cada sílaba y al final de la oración solo quedaba una niña perdida en el Parque de la Costa esperando cuatro horas a los adultos responsables. Su talento siempre fue hablar poco. En el fondo sabía que a Jorge le molestaba que no supiera defenderse porque lo sentía un fracaso propio, por eso mismo lo evitaba. Pero esta vez quiso probarse a sí misma y fracasó. “Como todos”, piensa. Se le trepa un zombie por los riñones. Entra el guardia colorado.

 

- Se terminó, Noriega. Salude y volvemos. 

 

Jorge se levanta y se acomoda el short de Lanús.

 

- Buena banda igual - dice en tono burlón y se aleja riendo por lo bajo hacia la puerta de salida.

 

 En el páncreas de Génesis nace Frankenstein. Se queda sola pero bien acompañada. 

 

 La historia de Génesis es la historia de lo que no debió ser, de los recreos jugando al solitario, de su primer beso a los 18 años. Vida que se descascara en su memoria, tanto así que disfruta de hablar con extraños e inventarse otra. Ayer le contó a un linyera que se llama Vanesa, es médica dermatóloga casada con un noruego llamado Ragnarok, madre de tres hermosas criaturas que van a colegio bilingüe, juegan al padel y ganaron tres veces la medalla de oro en las olimpíadas porteñas de matemática. El linyera la escuchaba sin el más mínimo interés y le relojeaba el bolsillo para ver si sacaba el celular en algún momento. Se lo contó a un guardia de la garita del barrio, a un vendedor de chipa, a un adolescente que tocaba Nothing Else Matters de Metallica y a una vieja paseando un caniche. Así pasaban las semanas hasta que se aburría e inventaba una nueva. Florencia la paisajista, Casandra la oficinista divorciada fan del jazz, Paula la docente de geografía que había tenido un amorío con Al Pacino. Era muy aburrido hablar de los tres días encerrada en el garage por haberle gritado a la maestra, hablar de la vez que insinuó no querer agradecer la comida en la cena y le dieron vuelta la cara como se dan vueltas las cruces cuando hay que escribir. Nadie quería escuchar cómo su primera experiencia sexual fue con un señor de 60 años que susurraba el nombre de su hija cuando estaba a punto de acabar. Usaba ese nombre varias veces: Carmela. Así se llamó su única amiga. Jugar con ella al elástico hasta que las obligaran a entrar a casa era el único recuerdo secuenciado que atesoraba y mantenía bien lejos del conciliábulo mefistofélico de su bronca. Carmela se mudó del barrio a los 13, no volvió a saber nada de ella, y no tuvo nadie a quién contarle que sus padres no se comunicaban entre sí, que solo le hablaban a ella, para exigirle un diez en vez de un nueve, para prohibirle volver a acercarse al hijo del ferretero, para tirarle todas las historietas de Mafalda a la basura sin previo aviso. Nunca más nadie la escuchó. Por eso aquel día, el día en el que el tipo que había decidido ser su padre, el que solía recordarle a diario que vivía del alquiler de un departamento suyo en la costa (sí, esa costa), el que decía que su existencia fue un error de la Matrix, el que el día que volvió contenta a su hogar porque había aprobado el exámen de ingreso a la facultad la enterró diciendo “mirá que yo no te voy a pagar el boleto, eh. Volvé al bar de Atilio y bancate sola” (Atilio, el hombre de 60 años que susurraba el nombre de su propia hija cuando hacía el amor), aquel día que Jorge atropelló a Rulo no se trataba de Jorge, ni de Hilda hablando para prohibir, ni de Rulo ni sus infidelidades. No se trataba del Fiat Uno ni del “horror” retórico que decía Mariana, ni de los patios pueriles llenos pero vacíos, ni de su corazón marchitado por el ardor muriático del rechazo. No. Aquel día aciago no fue nada más ni nada menos el desarrollo narrativo necesario para entrar hoy a su casa plagada de lámparas de cuarzo, de estampitas de cabras, de cruces de sal, de caminar a paso lento pero decidido hasta el espejo, relojear con inocencia sibilina el cajón del escritorio donde está la nueve, donde están todos sus escritos, todas las cartas no enviadas a Carmela, mirar su reflejo y, finalmente, decir en voz alta:

 

- Hace diez años que nadie escucha mis historias de terror. Será que no tienen giro argumental. 

 

 Y entonces, solo entonces, Leviatán se materializa en el cristal. Génesis moja dos dedos adoctrinados pero auténticos en agua bendita para dibujarle la cruz en la frente. Sus sonrisas lóbregas encuentran complicidad a la medianoche.

viernes, 24 de enero de 2025

Agua tiene

- Los aviones comerciales más comunes son el Airbus A30 y el Boeing 737. Los ECAM y EICAS, sus sistemas principales de navegación respectivamente, son mejorados con cada nueva versión para proporcionar información más eficaz a la tripulación sobre diversos indicadores como el combustible, la presión del aceite y la temperatura dentro de la aeronave. Además analizan el funcionamiento del sistema hidráulico, eléctrico y de deshielo, entre otros. Si algún valor está fuera de los parámetros normales o no ayuda a los pilotos a realizar la maniobra elegida, entonces dan inicio a una checklist. El primer paso de esa checklist es el nivel de circulación de agua en los mecanismos refrigerantes de los motores de la aeronave. Si circula mucha, es peligroso. Si circula poca, también. Antes el panel anunciador advertía posibles desajustes al respecto con colores: rojo, ámbar, verde y blanco o azul. Con el primero todo mal, con el segundo tenés que prestar atención, con el verde está todo bien para que aumentes la velocidad y el blanco o azul te dice “ojo, hay algún sistema en uso que consume combustible funcionando paralelamente, no cuelgues”. Ahora ya no, ahora es el piloto el que debe prestar atención a la velocidad del avión, a la del viento y a otros factores climáticos. Esto puede sonar como una regresión pero es todo lo contrario, es un avance: las señales de advertencia de las versiones anteriores del autopiloto eran confusas y poco precisas.

Pablo y Santiago le prestaron atención a las primeras dos oraciones del discurso de Lucas y luego se dedicaron a apreciar el segundo gol de Haaland en ESPN. Se hizo un silencio.

- Che, y todo es como… básicamente el avance de la civilización, no? - dice Pablo bostezando. Un cacharro gigante que era peor, ahora es mejor y está bueno eso pero - NO, HERMANO, PEGALE DERECHITO AL ARCO, POR DIOS.

Lucas relojea la jugada y le da otro sorbo a la Andes rubia.

- Pero, ¿qué?

Silencio. Relatos de fondo.

- ¿Eh? No digo que por ahí no haga falta tanta tecnología, si no cómo volaban no sé en 19... Che, qué aburrido estoy de que gane el City. Me voy a abrir otra birra.

Mientras De Bruyne asiste a la perfección y sin mucho esfuerzo a Doku por cuarta vez en el primer tiempo, Santiago emite sus primeras palabras de la tarde.

- Quiero ser famoso.

Lucas termina el primer mordisco de la pizza de roquefort y con la boca muy llena pregunta:

- ¿Amoso e la chota ara abajo?

- Famosos queremos ser todos, amigo. Vivir de arriba, canje tras canje, ser un rey… - Pablo se desploma en su lugar. Hace mucho ruido para abrir la cerveza y la espuma se escapa por los costados del pico.

Santiago se para mientras lo interrumpe con un dejo de violencia:

- No digo famoso de la farándula, boludo. O un influencer. Quiero ser famoso por hacer lo que me gusta.

- ¿Y qué te gusta, además de dormir la siesta? - pregunta Lucas mientras guarda latas en una bolsa.

- Quiero ser famoso por ser el Mario Santos de los Simuladores. Pero unos de la vida real. ¿Me entendés?

Santiago no puede disimular la expectativa en la respuesta de sus amigos. Abre grandes los ojos y aguarda complicidad. Los jóvenes carcajean casi inmediatamente. Casi porque se guardaron dos segundos con la esperanza de que Santiago pensara en la boludez que estaba diciendo o aclarara que era un chiste.

- Dale, Santiaguito. Santiago Daniel Mignino. Mino querido. Mirá lo que decís.

- ¿Qué tiene? ¿Por qué suena tan loco? - Su énfasis en el "tan" suena exagerado.

- Mino, tenés una profesión lucrativa y a largo plazo, amigo, sos escribano. Además la gracia de Los Simuladores era justamente que no eran famosos. Sin el anonimato sus planes hubieran fracasado estrepitosamente. No entendiste la serie me parece… - sentencia Lucas en tono burlón buscando desviar la conversación hacia la ficción y no dejar seguir su curso a este proyecto de locura en la que su amigo estaba intentando sumergirlos.

- Yo quiero resolver problemas - refunfuña Santiago con tono de niño caprichoso mientras agarra dos chicitos del platón de cerámica. Quiero una versión mejorada del programa, que opere con regulación estatal. ¿Me entendés? Una idea tan pero buena que no tenga peros ni fallas, a la que nadie pueda apelar bajo ninguna óptica. Y además no…

- Hermano, ya fue el chiste - corta en seco Pablo. Sí, jaja, qué divertido. Cortala. El único valor agregado que tengo para aportar al mundo es una foto con Maradona. Que no es poco. Pero nada más. Una foto de cuando tenía 10 años en la tribuna de La noche del Diez. Eso y hacer formulitas en Excel. Nada más.

- Y yo manejo un kiosco familiar, chabón. - ríe Lucas colocando sus dos manos en forma de montoncito. ¿Te imaginás? Rosa diciéndome “Luqui, cuando termines de planear el operativo para la piba que quiere que el novio le caiga bien a la familia no me encargás stock de Marlboro Box?”.

- No entienden.

Santiago se para y camina de un lado al otro buscando las palabras justas para que su supuesto proyecto parezca la idea más brillante y ambiciosa que alguna vez hayan escuchado. No tenía ni siquiera un espermatozoide de creatividad al respecto pero sabía que debía suceder. Debía sortear las olas.

- No entienden lo que digo. Hay que rearmar Los simuladores. Institucionalizarlo. Hacerlo un organismo subsidiado. Con precios amigos para gente de bajos recursos, incluso ad honorem en retorno de favores futuros como en la serie. Miren… - el joven dibuja una pizarra imaginaria justo enfrente del espejo gigante del living. Primero, presentamos el proyecto. Nos reunimos con el presidente y le decimos...

- Vos entraste en coma en diciembre de 2023, ¿no?

- ¡Además eso, boludo! - grita Pablo, apuntando la mano en dirección a Lucas. Recortan por todos lados y vos te pensás que te van a decir que sí a semejante boludez. Las redes sociales mataron cualquier chance de realidad de aquellas historias. Y además, aunque gobernara el mismísimo Vladimir Lenin, la gracia, la esencia, el puto chiste es que el capitalismo los obliga a poner parches. En un mundo ideal ellos no existirían.

Santiago apaga la tele. El murmullo de publicidades de Garbarino y anuncios deportivos cesa. Se escucha el ladrido del caniche de la vecina y un bondi tocando bocina tímidamente. Alguien vende churros a lo lejos.

- ¿Me van a dejar terminar?

Los ojos verdes marmolados del joven penetran directo en las retinas de los de sus amigos, negros y profundos. Los tres recuerdan al mismo tiempo en silencio las vacaciones en Mar del Plata del 2003, donde Mino casi se ahoga después de intentar probarle a su padre que podía nadar de pecho contra las olas. Le juraba al guardavidas que no fue su culpa, que lo llevó la corriente. Esa fue la última vez que nadó y la última vez que vio a su viejo con vida. La conexión al pasado es tal que la energía fluye de cuerpo a cuerpo tomando impulso con la irrupción del ruido blanco de la heladera. Lucas se acomoda el flequillo ondulado estilo flogger y estira su chomba gris pegada al sillón por el calor. Piensa en la cara de desaprobación de Roberto Mignino esa tarde, en la tormenta que sucedió y en el medio que le tenían todos al espectro de los adultos. Pablo tose, mira el celular y tiene tres llamadas perdidas de Camila. “Mala suerte”, piensa, mientras se levanta para arremangarse el short del Milan y volver a tomar asiento.

- Dale, rubia. Dale. Te sentimos, dale.

El barrio de Liniers nunca había escuchado tanto silencio en sus 150 años de existencia. Santiago sabía que debía ocuparlo con las palabras más brillantes alguna vez pronunciadas. El olor a mar le quebraba los pulmones. La exposición, la validación y la resignificación de un trauma, todos se empujaban para entrar a rendir el último final en el aula magna de la trascendencia. Tenía los capítulos de los textos más importantes marcados a fuego pero la tensión de enfrentarse a dos profesores con la mirada vacía le jugaba una mala pasada. Transpiraba. Era hora de concentrarse y escupir sin más. Escupir el agua. Escupir el miedo.

- Mi idea es la siguiente, estimados. Un organismo estatal dependiente del actual Ministerio de Capital Humano cuya estructura y alcances dependerán de distintos factores de orden coyuntural. En primera instancia, al menos en los papeles, seríamos una especie de secretaría de asistencia al ciudadano que guía a la gente en la impulsión de emprendimientos, da coaching sobre negocios y esas pelotudeces que les gustan a estos monos del trading. Off-the-record, por otra parte… Boicoteamos estafadores, declarados y cómplices. Desmantelamos todas las Generaciones Zoes que existan, todas las crpytos flojas de papeles. Hay que conseguir abogados piolas, anotá eso, Pablito, para tu suegro...

- “Anotá, Pablito” dice.

Lucas aguanta la risa con todas sus fuerzas.

- Bueno, después: hackeamos redes sociales de influencers que manijean con las apuestas online. Advertimos sobre los peligros de donarle a cualquier salame que pide plata por Mercado Pago para operar a su perro y obviamente los ponemos en evidencia. Es más, diseñamos una aplicación capaz de cruzar información para que la gente pueda verificar si las donaciones son reales. Para eso hacen falta informáticos. Tu primo, Luquitas. Y bueno vos también algo de eso entendés.

- A mí me gustan los aviones, no sé qué poronga tiene que ver.

- Sirve, sirve. Sigo.

Santiago se había sacado el buzo negro y lo había revoleado así nomás para que caiga justo en la silla de la PC. A su izquierda, una maceta con un cactus podrido colgaba de la ventana gris descascarada de marco verde moho. Sobre ella, la foto del viaje de egresados en desnivel, seguida por un atrapasueños violeta. Lucas mira con detenimiento y reconoce a Lucía. Rechina los dientes.

- Financiación casi nula. Entramos por contacto a las altas esferas, no hay otra. Lo definiremos con el Doctor Rivarola.

- ¿Y ese quién carajo es?

- Qué sé yo, suena a apellido de abogado. Pero sí, dos pesos - continúa Santi imperturbable, motivado, sediento de éxito, corriendo con el mapa de Atlantis en la mano, peleando maretazos en cada oración. Se sacude las migas de chicito del jean negro y ve pasar su vida en cuotas, frase tras frase, brazada tras brazada. Entonces, una vez que tengamos definidas las dos esferas, la pantalla y la realidad, empezamos a construir redes. Primero comerciantes, después obreros de la construcción, todos con ganas de fajar nazis eh, si no no sirve. Hay que…

- Pará un poco, pará, Mino. Entonces lo que vos querés elevar la consciencia de masas e instaurar la dictadura del proletariado pero resulta ser que sos fanático de Szifron.

- Lo esencial es invisible a los troskos - opina Lucas largando al fin la risotada del siglo. Piensa en Mignino padre puteando al guardavidas y deja de reír.

- Escuchame, Mino, ¿no te bastó con hacer la mitad de seis carreras para recibirte a los tumbos en una sola como para decidir ahora, a los 35 años, cambiar el rumbo de tu existencia hacia una profesión inexistente y desatinada en su concepción entera? - Cada palabra de Lucas es una piedra más en cada ojota que se quiebra caminando por la rambla.

- ¡No! Yo quiero trascender. Cambiar a las personas que van a cambiar el mundo. Hacer algo con lo que hicieron de mí. Quiero...

- ¿Robarle a alguien más? Está todo dicho eso, Santi.

La voz de Lucas le explota en los oídos. El pitido seco de los tímpanos sangrando ahoga y achica cada alveolo con una paciencia molecular, envenenando toda su caja torácica con choclo enmantecado. Se toca el pecho helado y alcanza a palpar las algas que se extienden desesperadas por cubrir sus caderas. Las arranca, las amasa y las suelta mientras estira con todas sus fuerzas sus treinta centímetros de brazos.

- ¿Te sentís bien, Mino? Mino...

Pablo se acerca despacio y Santiago alcanza a gritar con voz de cigarrillo: “me llevó la corriente, señor”. Cierra los ojos. Ahí está la inmensidad del gentío, la sal embotellada de su vientre, la idea de que mejor que hacer es decir, los cintazos de papá, los elogios confusos que lo llevaban al sótano y al corazón roto. Ahí están, como peces naranjas braceando al rayo del sol, las carreras dejadas. Todas, menos una: la carrera contra el tiempo. La que lo empuja a seguir usando la potencia máxima de su espalda mientras el verano se empecina en arruinarlo todo. Y lo arruina. Ya no es agua porque hay paraíso, ya no es miedo porque hay discurso: es terror. Los espectros que ganan, el regodeo de los tiburones. Brazada final y silbatazo. Medalla. Premio consuelo. “Sangre y piel del tano aquel…”, llega a pensar. Desde el piso susurra: “Adiós, Minino”.

El barrio de Liniers nunca había escuchado tanto silencio en sus 150 años y un día de existencia.

martes, 10 de diciembre de 2024

Lavada

  Esta semana me toca llevar la ropa al lavadero. Camino las tres cuadras que me separan del local arrastrando las piernas y en cada estirón la humedad me pega cada vez más el jean a los muslos. Saludo al verdulero que me vuelve a avisar que no es temporada de frutillas. Solo le pregunté una vez hace tres meses. Sonrío y levanto las cejas en señal de saludo. Me fascina la gente que retiene eventos aleatorios sin importancia para poder mantener un vínculo con un desconocido. Me cruzo con Susana de la pollería y su caniche. Casi me hace caer esa rata peluda. “Vení, mi amor”, le dice. Ni disculpas ni nada. Pienso que ser vieja es hermoso y ser mierda es horrible. Pienso simple para evitar concentrarme en el caldo de baba que me chorrea entre las piernas. El sol pega fuerte. Me hace ruido la panza. A la vuelta me compro un pollito al spiedo en Coto.
 Entro y Sandra parece apagada. Termina de acomodar unos papeles. No tiene la sonrisa de siempre.
- Hola, Laura - saluda sin mirar con un tono monocorde digno de un podcast pensado para dormir.
- Hola, Sandrita, ¿cómo estás?
Silencio. El ruido de todos los lavarropas funcionando al mismo tiempo no me distrae de su expresión alienada. Pienso en preguntar qué le pasa pero algo en el aire me frena. Algo en el aire, un olor.
- Tres bolsas - declaro mientras las voy pasando del otro lado del mostrador y ese olor a moneda se impregna en mis fosas nasales, en mi jean. La sigo mirando a Sandra, como si quisiera descubrir por mis propios medios en cada movimiento de sus músculos faciales qué es lo que está ocurriendo. Pero el olor. Moneda. Seco. Me rindo. Me separo el pantalón del cuerpo con fastidio y miro los lavarropas. Diez círculos escarlata me penetran en la retina. Mis rodillas ceden pero vuelvo en mí. Estoy segura de que eso es lo que es. El traqueteo de los motores es cada vez más fuerte. Sandra separa mis bolsas y sigue ordenando papeles.
- Sandra, ¿qué es eso? ¿Cambiaste de marca de jabón?
No hay respuesta. Por primera vez desde que entré al local me mira. Sonríe pero no es ella la que lo hace.
- Son $8000. Te cobro ahora.
 Vuelvo a mirar el cobre, a sentir el aroma lleno de muerte invadiendo mi viernes, mi cuerpo, mi vida. Uno de los lavarropas se abre y cae al piso un pollo destripado. Puedo ver su pequeño intestino, teñido de blanco jabón, aún vibrando en las baldosas muy blancas. Me corro del mostrador y vomito.
- Efectivo o transferencia, Laurita?
No puedo parar de toser. Salgo a la calle e intento caminar. Le tengo que contar esto a Susana, que lo cuente en el barrio esa vieja chusma y que vengan a investigar. ¿Qué carajo fue eso? No tengo tiempo para nada, mis rodillas vuelven a ceder. Fundido a negro.